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Llevo un cuarto de hora alejándome de cualquier lugar donde pueda suponer un peligro; por aquí ya nadie corre el riesgo de encontrarse conmigo. Miro a mi derecha, a mi izquierda y delante de mí, para estar seguro de que estoy seguro. Vamos allá. Bajo un poco, para dejar que se acelere: cien, ciento veinte, aún dentro del arco verde.
De repente, una fuerza invisible me empuja hacia abajo. Siento mis brazos como sepultados bajo arena, las piernas me pesan, me hundo en el asiento. Ya no veo la tierra: sólo el azul del cielo y las nubes iluminadas por el sol.
Oigo un extraño pitido, agudo, tembloroso. Y entonces ya no tengo certeza de nada: no sé a dónde voy, no sé dónde está el suelo, qué está abajo ni qué arriba. Gravedad cero. Cambia el sonido del motor, el cinturón me mantiene en mi sitio. Veo flotar la cámara de fotos a mi lado, el cuaderno con las cartas levita ante mí, el polvo del suelo ahora está en el techo.
Y entonces, suave, dulcemente, tiro de los mandos y acelero. Vuelvo a sentir cómo el asiento me acoge. Estabilizo la avioneta. Straight and level.
Me encanta volar. El miércoles, más.