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Oxígeno en aviones (y II)

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El otro día quedó pendiente terminar la explicación: ¿por qué los aviones están presurizados? ¿Y por qué cuando hay una despresurización te mueres si no te pones las mascarillas amarillas que caen del techo?

Antes de explicar esto, hace falta aclarar qué es la presión parcial de un gas: quien ya sepa de qué va, que pase de toda la parrafada. El caso es que el oxígeno supone un 20% de los gases atmosféricos. Que, al nivel del mar, con una presión atmosférica de 760 mmHg, significa que 159 mmHg (el 20%) son de O2. Para esta presión parcial, la hemoglobina, el «camión» transportador de oxígeno, está saturado al 100%. Es decir, va «hasta las trancas» de oxígeno. No problemo. Pero si subimos a nivel de vuelo 200 (20.000 pies, 6.084 metros), la presión atmosférica es de unos 350 mmHg. A esta presión atmosférica, la presión parcial de oxígeno es de 73 mmHg. Eso supone una saturación del 75% de la hemoglobina. Es decir, que no transporta todo el oxígeno que le «cabe». Y, por lo tanto, no suministra todo el que se requiere. Tenemos una hipoxia leve, con los síntomas típicos: disminución de reflejos, estrechamiento del campo visual, euforia…

Vale, ya tenemos el problema ante nosotros: un avión no puede volar alto (actualmente lo hacen a niveles del orden de los 35.000 pies, 10 km) y mantener con vida a los pasajeros, a menos que se nos ocurra alguna solución…

Llegados aquí tenemos dos opciones, que son las dos que se hacen en los aviones en la realidad. Una posibilidad es aumentar el porcentaje de oxígeno inspirado (FiO2). Supongamos un escenario: vamos en un reactor comercial, volando a nivel 300. De repente, por la causa que sea, hay una descompresión, y el interior de la cabina se pone a la misma presión que el exterior: unos 220 mmHg. Con una concentración de oxígeno del 21%, la pO2 es de 47. Que proporciona una saturación del 24%: una hipoxia gravísima, letal. De hecho, en esas condiciones, caeríamos en coma en segundos y moriríamos en unos pocos minutos.

Ahora bien, si en ese mismo avión a 30.000 pies ocurre la misma descompresión, pero subimos el porcentaje de oxígeno inspirado al 100% (que es lo que hacen las mascarillas del techo), tenemos una pO2 de 180 mmHg: un poco más incluso de lo que tendríamos tumbados al sol en la playa. ¡Problema arreglado!

Pero claro, cuando vamos en avión no tenemos todos la mascarita enchufada: sería un coñazo. ¿Cómo se arregla el problema entonces? Pues aumentando la presión del aire inspirado (PiO2). Se toma el aire y, aprovechando parte de la potencia de los motores, se comprime, presurizando la cabina e imitando las condiciones de una altitud más baja, más fisiológica (en crucero es del orden de los 1.000 – 1.500 m). Con lo cual, la presión parcial del oxígeno inspirado es la misma que tenemos esquiando en Candanchú.

Y ahora, un frikidato aeronáutico. Como veis, lo que se hace en los aviones para permitir que vuelen a kilómetros de altura es presurizar la cabina. En cada vuelo, la cabina se presuriza y despresuriza. Presión y depresión y presión y vuelta a despresurizar. Esto hace sufrir mucho el material, lo que en ingeniería se llama «fatiga». Este fenómeno de la fatiga por los ciclos de presurización se descubrió a raíz de tres desgracias en respectivos de Havilland Comet, y desde entonces ha causado otros accidentes. El más espectacular de ellos, un Boeing 737-200 de Aloha Airlines que, volando entre dos islas hawaianas, perdió repentinamente una sección del fuselaje, transformándose en un bonito descapotable «rodando» a 800 km/h. El National Geographic Channel le dedicó un episodio de su serie Mayday, del que podéis ver un extracto aquí:

Y, en contra de lo que pudiera parecer, aterrizaron sanos y salvos.

Bueno, espero que, por lo menos, os haya parecido entretenido. Y si no… ¿por qué coño habéis llegado leyendo hasta aquí?

Respecto a las cifras, me he basado en esta joya:
Guyton & Hall Textbook of Medical Physiology, 11th ed., Elsevier

Perpetrado por EC-JPR

febrero 25th, 2008 a las 9:00 pm