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Sedaciones, eutanasia y doble moral
Os voy a contar un par de historias. La primera es la de Mar, una niña de seis añitos. Es muy alegre, como la mayoría de los niños de esta edad, y le encanta peinarse trencitas en su melena rubia. Ahora sólo puede acariciar la de su Barbie: ella se quedó sin pelo al empezar con los ciclos de quimioterapia. Un osteosarcoma tiene la culpa.
Todo el mundo pensaba que la rodilla le dolía porque tenía «crecederas». O eso, o porque el entrenador de baloncesto era un poco exigente. Por eso el diagnóstico llegó en el estadio IV, cuando el tumor ya había metastatizado al pulmón derecho. La quimio no pudo sino retrasar ligeramente el peor de los resultados: el tumor ganó la batalla. Se cambiaron los citostáticos por analgésicos; el objetivo ya no era curar a Mar. Era evitar su dolor.
Un día, el residente de guardia estaba haciendo la ronda de noche cuando se dio cuenta de que el sondaje urinario de Mar no había recogido nada. Comprobó sueros, medicación, y fue a hablar con las enfermeras. Hacía varias horas que los riñones de Mar no producían orina. Eso, en este contexto, significa que por el riñón no fluye la suficiente sangre para producir orina. Por lo tanto, deducimos que los órganos tampoco están suficientemente irrigados: el fallo orgánico y la muerte son inminentes.
El residente explica la situación a la familia de la niña, y estos autorizan que se sede a la niña. Consulta los libros, y prescribe los fármacos indicados a las once de la noche: «Bueno, Mar, ahora te vamos a poner esto para que te duermas y puedas descansar bien, ¿vale?» El pitido del busca despierta al residente a las tres de la mañana: Mar ya duerme para siempre.
Esta era la primera historia. La segunda no acaba mejor, pero por lo menos es más corta. A diferencia de la anterior, esta historia habla de un familiar mío. Así que perdonad si soy parco en detalles, pero no quería meter el dedo en la llaga aún sangrante, preguntando cosas que, total, son secundarias.
Hablamos de Luisa. Ella tiene ochenta y dos años y los achaques de la edad: una diabetes por aquí, una artrosis por allá… Hace unos meses tuvo un leve infarto cerebral, un ACV. Estuvo unos días en el hospital y, cuando se repuso, pudo volver a su casa. En una semana volvió a tener otro ACV, mucho más extenso que el anterior. Ya no podía hablar, y a duras penas podía moverse en la cama. Durante el internamiento, un tercer ACV. Se intuía cómo iba a acabar la historia.
Su evolución se estancó: es lo que pasa con las neuronas, que cuando se mueren, no se recuperan. Así que decidieron trasladarla a una «Unidad de larga estancia», eufemismo que se da a las «Unidades de cuidados paliativos», que a su vez es un eufemismo de «Antesala de la muerte». Estaba claro que, en su situación, lo único que se podía hacer era esperar lo que habría de llegarle, más pronto que tarde.
La artrosis, unida a las complicaciones del encamamiento, le provocaba dolores. Al principio bastaba con Perfalgan (paracetamol). Después tuvieron que cambiar al Nolotil y, cuando este ya no podía nada, pasar a la Dolantina (un mórfico). Al final, el dolor y los gritos eran tales, que el médico pensó que sería conveniente sedarla; como comenté en su día, es nuestro deber aliviar el sufrimiento.
Así que le administraron a Luisa los fármacos oportunos para sumirla en un sueño profundo, un estado quiescente en el que los padecimientos no existen. Y su cuerpo resistió así ocho días. La mañana del noveno, falleció.
Después de todo esto, os preguntaréis qué os quiero decir. Pues, la verdad, no lo sé. Esta vez quiero compartir con vosotros una duda que me reconcome. Como ya sabéis, la sedación terminal es una práctica médica recogida en los códigos de ética. Por otra parte, creo que no hay nadie que vea con malos ojos la actuación médica en los dos casos anteriores (que, exceptuando algunos detalles, son casos reales).
Sin embargo, ¿podéis decirme alguno qué diferencia sólida hay entre estas dos sedaciones (como otras muchas) y la eutanasia? Y no me refiero a chorradas como «que al retirar los sedantes, la persona sí se despierta»: ya habéis visto que sé más o menos bien qué es la muerte. Lo que quiero decir es: ¿qué diferencia hay entre matar directamente a alguien y sedarlo, anulándolo como persona hasta que le llega la muerte? ¿Acaso ese sueño farmacológico no es un sólido anticipo de la muerte próxima e inevitable? O sea: ¿por qué nos parece bien que Mar o Luisa durmiesen profunda y permanentemente antes de morir, pero nos hubiera parecido rematadamente mal que el médico adelantase el desenlace?
Por eso el título de mi artículo. Vaya por delante que, personalmente, yo no quiero ser ningún mártir: no me gustaría morir retorciéndome entre los dolores de un cáncer de páncreas ni ver cómo me voy asfixiando poco a poco al ahogarme en el edema pulmonar de una insuficiencia cardíaca. Cuando llegue a cualquiera de esas situaciones (si no me he muerto antes en un accidente) agradeceré que una mano amiga me ayude a dar el último paso.
Dicho esto, volvamos al tema. Estamos hablando de enfermos terminales. Personas a las que les quedan horas, días de vida. Pero no de una vida plena que pueda ser disfrutada, sino de un dolor constante, que les impide ser conscientes de cualquier otra cosa que no sea el propio sufrimiento por el sufrimiento, carente de sentido. En esta situación, la Medicina emplea la sedación terminal: proporcionar una dosis de hipnóticos que dejen al paciente sumido en un profundo sueño. Un sueño del que sabemos que no se va a despertar, que acabará en su muerte. Pero nos parece reprobable practicar la eutanasia: matarle, en vez de sedarle. ¿Por qué? ¿Qué diferencia hay? A mí se me ocurren varias.
Es más cómodo para la familia: Luisa no había muerto, aunque a efectos prácticos lo estaba. Así, cuando llegue la de la guadaña, no nos impresionará en absoluto: total, ya estaba «dormida»…
Es más cómodo para el enfermo. No es lo mismo saber que te van a dormir para quitarte el dolor, que saber que vas a morir. ¿Os imagináis el vértigo de saber que esa inyección te va a quitar la vida?
Es más cómodo para el médico. He oído muchas veces la frase de «no podría cargar con una muerte en mis espaldas el resto de mi vida»; es mucho más fácil autojustificarse pensando «no, yo sólo le sedé».
Sin embargo, todo ello banaliza la muerte. Nos escudamos en formalismos para negar la realidad de los hechos. No matamos, sino que sedamos. La muerte pierde toda su fuerza: deja de ser el fin de la vida para transformarse, simplemente, en un paso más de la enfermedad.
Y mejor lo dejo aquí, que ya he divagado bastante. Como veis, esta vez no pretendo dar ninguna solución: tan sólo plantear preguntas. Que cada cual encuentre su respuesta.