Per Ardua ad Astra

Tanto gilipollas y tan pocas balas

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Libertad individual y objeción de conciencia (o «hago lo que me sale de las narices»)

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Cuando leí esta entrada de Almudena me acordé de un caso hipotético que podéis plantearle a uno de esos chupacirios que dicen que la vida Dios te la da y Dios te la quita, y ahí te pudras muchos años conectado a una máquina (llámese respirador o bomba de nutrición enteral). Esas personas que proclaman que un médico pueda hacer objeción de conciencia ante una hipotética situación en la que el paciente le pida que acabe con su sufrimiento. Sin embargo, no se dan cuenta (o se la suda) que esto entra en conflicto directo con la autonomía del paciente y la libertad individual, algo que supone una base de la sociedad.

Pongamos un médico eutanador y dos pacientes distintos, enfermos terminales o sin posibilidad de remisión, que son de los que se trata en estos casos. El médico estaría dispuesto a darles el empujoncito a cualquiera de los dos que se lo pidiese, siempre que hubiese manifestado su voluntad claramente (no sirve que alguien grite «¡Me quiero morir!» mientras se retuerce de dolor). Pongamos que el paciente A le pide que le administre una dosis letal o, aún más fácil, que simplemente desconecte el artificio que le mantiene con vida: ¿qué hace el médico? Ejecutarlo, obviamente: al médico le parece bien, no hay problema. Y pongamos que el paciente B le dice que no, que él quiere seguir hasta el final: aquí el médico le ahueca la almohada y le pregunta qué tal se encuentra, si le sigue doliendo la pierna y si ha ido hoy bien al baño. En otras palabras: en ambos casos, el paciente lleva las riendas de su vida, es responsable de sí mismo.

Ahora cambiamos de hospital y vamos a otro con un médico antieutanasia (voy a darle el beneficio de la duda, y no voy a afirmar que es un santurrón, aunque en lo que conozco está correlacionado). Un paciente B como el anterior dice que quiere que le luchen, que nadie le deje morir. El médico está de acuerdo, y volvemos a lo de antes: que si qué tal has dormido, que si notas que te falta el aire. Ahora entramos en la habitación del enfermo A que dice que no nació para estar postrado en una cama y le tengan que limpiar el culo hasta que cumpla los ochenta.

Señores, admito apuestas sobre la respuesta del médico. De momento van diez a una a que al médico se la pela lo que piense el paciente y le dice que la vida es bella, tralarí, tralará. Que piensa «aquí mandan mis cojones», y así se lo hace saber al enfermo, excusándose en la objeción de conciencia. Y yo pregunto: ¿quién es el médico para imponer su criterio? Yo pensaba que primaba la autonomía del paciente: de hecho, así lo vimos en el primer caso. Claro, pero es que entonces el médico tendría que acceder a todo lo que quisiese el enfermo: si un paciente te pidiese que le cortases un brazo, ¿tú lo harías? Me alegra que me hagas esta pregunta, porque esta me la sé. La respuesta corta es «Sí». Sigamos la discusión en los comentarios…


EDIT 10/03/09 0030:
Después de leer los comentarios empiezo diciendo que, como bien habéis intuido los más perros, me guardaba un as en la manga, y es que ningún abogado pregunta algo de lo que no sepa la respuesta: luego veremos qué pasa con ese brazo…

Efectivamente, creo que todos estamos de acuerdo en que no se deben imponer a los demás las creencias de uno mismo: sin embargo, lo que se enseña en las facultades de Medicina, y lo que parece a priori más humano es esa cacareada relación médico-paciente fraternal, cuasiamistosa. ¿Y no os da la sensación de que la línea que separa eso del paternalismo es muy tenue? Parece que una relación en la que el paciente gozase de la mayor libertad sería aquella en la que el médico fuese un mero health care provider; no obstante, para que la libertad sea tal necesita, ante todo, conocimiento, del que el enfermo carece en la mayoría de los casos.

La solución a este problema es la base del consentimiento informado: dar al paciente las armas necesarias para que sepa cuál es el problema y las soluciones, y pueda elegir sin ninguna atadura. Así pues, una vez el enfermo ha recibido una información completa y la ha razonado de una forma cabal, ¿qué hace que su juicio sea menos válido que el nuestro? Un paso más: ¿quiénes somos nosotros para oponernos a la voluntad de una persona?

Hablaréis ahora del Primum non nocere, «lo primero es no hacer mal». Sin embargo, esa es una afirmación que debemos poner en cuarentena: sin ir más lejos, yo mismo me he ofrecido voluntario para que, llegado el caso, me duerman en un quirófano y empiecen a taladrarme las crestas ilíacas (trasplante de médula ósea, que lo llaman). Y estoy seguro de que muchos de los que pasáis por aquí os sometéis a sangrías periódicas, por vuestra cara bonita. ¿Acaso eso no es nocere a esas personas? Siempre que estos sujetos conozcan perfectamente las consecuencias y las acepten, ¿en qué cátedra nos erigimos nosotros para negarles esa posibilidad?

Un ejemplo al respecto, sacado de una clase de Bioética. Hace unos años, en Estados Unidos, se hizo un experimento/campaña para conseguir donantes vivos de riñón. No como ocurre habitualmente, donde el donante es familia del receptor, sino una auténtica donación entre anónimos: gente que se ofrecía a que le sacaran un riñón para entregárselo a quien lo necesitase. Obviamente, pocos se presentaron. De estos, la mayoría no pasaron la entrevista psiquiátrica. Pero una vez se determinó que eran perfectamente conscientes de lo que hacían, se les explantó un riñón a aquellas personas con receptores compatibles (creo recordar que no alcanzaban la decena en todos los EE.UU.). ¿Alguien ve aquí un problema? De hecho, órdago a grande: me remito a esta otra entrada, para recordar a Kant: ningún ser racional debe ser empleado como medio para un fin sin su consentimiento.

Creo que ya lo he dicho todo. Resumiendo: si una persona muestra una opinión razonada y que sólo le afecta a él mismo, él es el único responsable sobre la misma. Cualquier otra cosa equivale a hacer prevaler nuestro punto de vista. Y me parece que a nadie le gustaría que le hicieran comulgar con ruedas de molino.

Ah, sí, que se me olvidaba: lo del brazo… Realmente no era un brazo sino una mano, trasplantada de cadáver. El paciente (australiano, creo recordar), después de un tiempo con ella, dijo que no la sentía como propia y que le causaba grandes problemas psicológicos. La mano fue amputada. Una vez más: una opinión fundamentada que provoca un daño. Aunque el paciente no creo que lo viese así.

Perpetrado por EC-JPR

marzo 8th, 2009 a las 10:14 pm

Categoría: Opinión

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Sedaciones, eutanasia y doble moral

22 comentarios

Os voy a contar un par de historias. La primera es la de Mar, una niña de seis añitos. Es muy alegre, como la mayoría de los niños de esta edad, y le encanta peinarse trencitas en su melena rubia. Ahora sólo puede acariciar la de su Barbie: ella se quedó sin pelo al empezar con los ciclos de quimioterapia. Un osteosarcoma tiene la culpa.

Todo el mundo pensaba que la rodilla le dolía porque tenía «crecederas». O eso, o porque el entrenador de baloncesto era un poco exigente. Por eso el diagnóstico llegó en el estadio IV, cuando el tumor ya había metastatizado al pulmón derecho. La quimio no pudo sino retrasar ligeramente el peor de los resultados: el tumor ganó la batalla. Se cambiaron los citostáticos por analgésicos; el objetivo ya no era curar a Mar. Era evitar su dolor.

Un día, el residente de guardia estaba haciendo la ronda de noche cuando se dio cuenta de que el sondaje urinario de Mar no había recogido nada. Comprobó sueros, medicación, y fue a hablar con las enfermeras. Hacía varias horas que los riñones de Mar no producían orina. Eso, en este contexto, significa que por el riñón no fluye la suficiente sangre para producir orina. Por lo tanto, deducimos que los órganos tampoco están suficientemente irrigados: el fallo orgánico y la muerte son inminentes.

El residente explica la situación a la familia de la niña, y estos autorizan que se sede a la niña. Consulta los libros, y prescribe los fármacos indicados a las once de la noche: «Bueno, Mar, ahora te vamos a poner esto para que te duermas y puedas descansar bien, ¿vale?» El pitido del busca despierta al residente a las tres de la mañana: Mar ya duerme para siempre.

Esta era la primera historia. La segunda no acaba mejor, pero por lo menos es más corta. A diferencia de la anterior, esta historia habla de un familiar mío. Así que perdonad si soy parco en detalles, pero no quería meter el dedo en la llaga aún sangrante, preguntando cosas que, total, son secundarias.

Hablamos de Luisa. Ella tiene ochenta y dos años y los achaques de la edad: una diabetes por aquí, una artrosis por allá… Hace unos meses tuvo un leve infarto cerebral, un ACV. Estuvo unos días en el hospital y, cuando se repuso, pudo volver a su casa. En una semana volvió a tener otro ACV, mucho más extenso que el anterior. Ya no podía hablar, y a duras penas podía moverse en la cama. Durante el internamiento, un tercer ACV. Se intuía cómo iba a acabar la historia.

Su evolución se estancó: es lo que pasa con las neuronas, que cuando se mueren, no se recuperan. Así que decidieron trasladarla a una «Unidad de larga estancia», eufemismo que se da a las «Unidades de cuidados paliativos», que a su vez es un eufemismo de «Antesala de la muerte». Estaba claro que, en su situación, lo único que se podía hacer era esperar lo que habría de llegarle, más pronto que tarde.

La artrosis, unida a las complicaciones del encamamiento, le provocaba dolores. Al principio bastaba con Perfalgan (paracetamol). Después tuvieron que cambiar al Nolotil y, cuando este ya no podía nada, pasar a la Dolantina (un mórfico). Al final, el dolor y los gritos eran tales, que el médico pensó que sería conveniente sedarla; como comenté en su día, es nuestro deber aliviar el sufrimiento.

Así que le administraron a Luisa los fármacos oportunos para sumirla en un sueño profundo, un estado quiescente en el que los padecimientos no existen. Y su cuerpo resistió así ocho días. La mañana del noveno, falleció.

Después de todo esto, os preguntaréis qué os quiero decir. Pues, la verdad, no lo sé. Esta vez quiero compartir con vosotros una duda que me reconcome. Como ya sabéis, la sedación terminal es una práctica médica recogida en los códigos de ética. Por otra parte, creo que no hay nadie que vea con malos ojos la actuación médica en los dos casos anteriores (que, exceptuando algunos detalles, son casos reales).

Sin embargo, ¿podéis decirme alguno qué diferencia sólida hay entre estas dos sedaciones (como otras muchas) y la eutanasia? Y no me refiero a chorradas como «que al retirar los sedantes, la persona sí se despierta»: ya habéis visto que sé más o menos bien qué es la muerte. Lo que quiero decir es: ¿qué diferencia hay entre matar directamente a alguien y sedarlo, anulándolo como persona hasta que le llega la muerte? ¿Acaso ese sueño farmacológico no es un sólido anticipo de la muerte próxima e inevitable? O sea: ¿por qué nos parece bien que Mar o Luisa durmiesen profunda y permanentemente antes de morir, pero nos hubiera parecido rematadamente mal que el médico adelantase el desenlace?

Por eso el título de mi artículo. Vaya por delante que, personalmente, yo no quiero ser ningún mártir: no me gustaría morir retorciéndome entre los dolores de un cáncer de páncreas ni ver cómo me voy asfixiando poco a poco al ahogarme en el edema pulmonar de una insuficiencia cardíaca. Cuando llegue a cualquiera de esas situaciones (si no me he muerto antes en un accidente) agradeceré que una mano amiga me ayude a dar el último paso.

Dicho esto, volvamos al tema. Estamos hablando de enfermos terminales. Personas a las que les quedan horas, días de vida. Pero no de una vida plena que pueda ser disfrutada, sino de un dolor constante, que les impide ser conscientes de cualquier otra cosa que no sea el propio sufrimiento por el sufrimiento, carente de sentido. En esta situación, la Medicina emplea la sedación terminal: proporcionar una dosis de hipnóticos que dejen al paciente sumido en un profundo sueño. Un sueño del que sabemos que no se va a despertar, que acabará en su muerte. Pero nos parece reprobable practicar la eutanasia: matarle, en vez de sedarle. ¿Por qué? ¿Qué diferencia hay? A mí se me ocurren varias.

Es más cómodo para la familia: Luisa no había muerto, aunque a efectos prácticos lo estaba. Así, cuando llegue la de la guadaña, no nos impresionará en absoluto: total, ya estaba «dormida»…

Es más cómodo para el enfermo. No es lo mismo saber que te van a dormir para quitarte el dolor, que saber que vas a morir. ¿Os imagináis el vértigo de saber que esa inyección te va a quitar la vida?

Es más cómodo para el médico. He oído muchas veces la frase de «no podría cargar con una muerte en mis espaldas el resto de mi vida»; es mucho más fácil autojustificarse pensando «no, yo sólo le sedé».

Sin embargo, todo ello banaliza la muerte. Nos escudamos en formalismos para negar la realidad de los hechos. No matamos, sino que sedamos. La muerte pierde toda su fuerza: deja de ser el fin de la vida para transformarse, simplemente, en un paso más de la enfermedad.

Y mejor lo dejo aquí, que ya he divagado bastante. Como veis, esta vez no pretendo dar ninguna solución: tan sólo plantear preguntas. Que cada cual encuentre su respuesta.

Perpetrado por EC-JPR

abril 13th, 2008 a las 12:48 pm