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Objeción de conciencia
En el NEJM de esta semana, una licenciada en Medicina y profesora de Derecho escribe sobre una ley, promulgada bajo la administración Bush, que persigue proteger la objeción de conciencia de los médicos en términos como «No individual shall be required to perform o assist in the performance of any part of a health service program (…) would be contrary to his religious beliefs or moral convictions». Como indica la Dra. Cantor, la aplicación de esta norma podría llevar incluso a que un internista se negase a prescribir insulina a un obeso alegando repulsión moral a la gula, o a que no se pudiese practicar un aborto porque la enfermera de anestesia se negase.
Con esta perspectiva, y con la esperanza de que la ley será derogada pronto, el artículo contiene frases como estas:
When broadly defined, conscience is a poor touchstone; it can result in a rule that knows no bounds. (…) We have created a state of «conscience creep» in which all behavior becomes acceptable.
Y mi favorita:
Conscience is a burden that belongs to the individual professional; patients should not have to shoulder it.
El aborto no es inmoral, y la Iglesia se hace la picha un lío
Aunque llegue un poco tarde con el tema, no me podía quedar callado al respecto: han corrido megas de texto, y yo también quería soltar la mía. Entre las muchas incoherencias que tienen la Iglesia y sus acólitos, una de ellas es el tema del aborto. Hablo de incoherencia porque nunca vi a ningún ensotanado oponerse a la donación de órganos, en concreto a esa que se hace empleando como fuente de los mismos a una persona en muerte cerebral. Desde luego, ¡qué inmoralidad! ¡¡Vaciar los órganos de una persona, reduciéndola a una mera fuente de repuestos, cual coche en desguace!! No, no lo oí nunca. Es más: que yo sepa, ningún médico se ha opuesto nunca a esta práctica, ningún meapilas se ha rasgado las vestiduras por ello.
Vale, ahora conviene repasar los criterios que se siguen para decretar la muerte del paciente. Esos que dicen que, en ausencia de actividad encefálica, el sujeto está muerto. Aceptamos pues que, cuando no hay cerebro, no hay persona sino un montón de órganos que funcionan coordinadamente (al menos de momento).
Y entonces, si en vez de una madre de cuarenta años conectada a un respirador tenemos una amalgama de células sin un sistema nervioso formado, ¿por qué le habríamos de conceder a ésta unos privilegios de los que la otra no goza? Si en ningún caso podemos hablar de sistema nervioso antes de la quinta semana de desarrollo (séptima de embarazo*), ¿por qué tratamos al embrión como un sanctasanctórum, invistiéndolo de una dignidad metafísica que, cuando menos, no concuerda con los criterios que aplicamos en otras ocasiones?
En llegando a este punto, el contraargumento generalmente esgrimido me encanta por su vaguedad y amplitud: la potencialidad. Que yo sepa, las cosas se juzgan por lo que son aquí y ahora, no por lo que llegarán a ser o lo que podrían haber sido. Aún no se ha dado ningún Nobel al médico que mejor hubiera podido descubrir la vacuna del SIDA, ni ningún banco ha concedido hipotecas en base al sueldo que cobraré en el trabajo que no tengo. Si nos ponemos a hablar de «potencialidades», y según un sacerdote que me dio clase, todo empieza con el besito que se da la pareja una noche que están tontorrones. Si seguimos con la potencialidad, ¿quién es más abortista: el que se carga un embrión, o el que interrumpe un acto de fornicación? Porque, si es así, me declaro culpable, señor juez (no veas el ruido que metían los hijos de puta a las tres de la mañana: ¡tuve que hacer lo del teléfono si quería dormir!).
Bromas aparte, recuerdo que todos sabemos cómo acaba una cópula entre un hombre y una mujer, del mismo modo que todos sabemos cómo acaba una fecundación… ¿o no? Depende de a quién preguntemos**: según este ensayo del New England, un tercio de las gestaciones fracasa sin necesidad de intervención externa. Según este otro del British Journal of Obstetrics and Gynaecology, la tasa es del 12% (descontando un 20% de abortos voluntarios, que nunca sabremos cómo hubieran terminado per se), cerca del 15% que menciona este otro artículo ¿Alguien quiere seguir hablando de potencialidad?
Podría alargarme más en este sentido, pero el tito Rinze lo ha hecho tan bien que es mejor que simplemente le enlace, para gusto y solaz de los lectores: De cómo el embrión recién fecundado no es un ser humano, o por qué el bukkake, llevado al absurdo, es prácticamente canibalismo. Tan sólo añadir esta referencia sobre depresión y aborto que he encontrado mientras buscaba literatura para la entrada.
My two cents. ¿Algo que alegar?
* -> Se habla de «semanas de embarazo» a partir de la última menstruación; sin embargo, el embarazo propiamente dicho se produce en las horas que siguen al decimocuarto día de ciclo, que es cuando ocurre la ovulación. Así pues, cuando falta la primera regla, estamos en la segunda semana de desarrollo, o cuarta semana de embarazo (amenorrea).
** -> Cadena de búsqueda para todos los artículos excepto el del NEJM: «Abortion, Spontaneous»[Mesh] AND («humans»[MeSH Terms] AND (English[lang] OR French[lang] OR Spanish[lang]))
Bibliografía:
Embriología médica. Con orientación clínica. Langman (Sadler, TW). 9ª ed. Buenos Aires: Médica Panamericana; 2004.
Derecho a… ¿qué?
Estaba yo comiendo tranquilamente mientras escuchaba el programa de las dos y media en Telecinco cuando oí algo que me hizo removerme en la silla como si alguien arrastrara sus uñas contra una pizarra.
Os resumo el caso: niña de trece años que hace siete sufre una leucemia, tratada con quimioterapia. Como efecto secundario de la quimio le aparece una comunicación interventricular: un orificio que comunica los dos ventrículos, de modo que la sangre que debería enviarse al cuerpo realmente va al ventrículo derecho. Desarrolla por lo tanto una grave insuficiencia cardíaca: el corazón apenas «funciona». Los médicos le plantean el tratamiento: un trasplante de corazón. Si funciona, se cura, y si no funciona… bueno, de todas formas ya está condenada. Y la niña, agárrense los machos, rechaza ese trasplante. Hasta aquí, ni tan mal; dejo para el final el hecho de que se trate de una muchacha de trece años.
Derechos, rechazo del tratamiento y muerte digna.
El tema es que el locutor de esta tarde ha metido «derecho a morir dignamente» y «rechazar un transplante de corazón» en la misma frase. Y claro, ahí me he mosqueado, he decidido buscar algo, y he encontrado este artículo en la BBC. Sólo el título ya produce arcadas: «Girl wins right to refuse heart» ¿¿QUÉ?? 😯 ¿Me lo repita? ¿Desde cuándo un paciente no puede negarse a un tratamiento, para que el periodista diga que ha «conseguido» ese derecho? O sea que los médicos podíamos obligar a los pacientes a que se traten. Coño, y yo sin saberlo: qué bueno que me lo dijiste, Maripili. Por si queda alguna duda: Ley 41/2002, de autonomía del paciente, artículo 8.1:
Toda actuación en el ámbito de la salud de un paciente necesita el consentimiento libre y voluntario del afectado.
Y la cosa viene de antes. La Ley General de Sanidad, 14/1986, artículo 10.9, afirma que «[El paciente tiene derecho] A negarse al tratamiento» Por consiguiente, ¿qué tiene de extraordinario que un paciente rechace el tratamiento?
- Una cosa es el ensañamiento terapéutico: adoptar medidas extraordinarias para alargar la agonía y aplazar una muerte inevitable y próxima. Por ejemplo, un paciente en la UCI.
- Otra cosa es «morir con dignidad», una frase hecha que significa «eutanasia»: que el paciente pueda decidir sobre su muerte si se prevé que expire próximamente y/o sufre una enfermedad gravemente incapacitante. Por ejemplo, un cáncer terminal.
- Y otra, que no tiene nada que ver, es negarse a recibir un tratamiento curativo. Por ejemplo un trasplante.
Al loro con los matices, especialmente el de «alargar la agonía» y «recibir un tratamiento curativo». ¿Me explicáis ahora qué carajo ha querido decir el periodistilla? Ojo: repito que el paciente está en su perfecto derecho de mandar a tomar por culo al médico que le propone una solución. Pero aquí no estamos hablando del «derecho a una muerte digna» ni de coña. Estamos hablando de un tratamiento cuasicurativo, que mejorará la calidad de vida de la niña.
Paciente menor
Esa es otra. Antes, cuando cité la legislación española, hice como los políticos: decir una verdad a medias. Porque en ambos casos se explicita que el paciente podrá negarse… cuando esté capacitado para ello (Artº 9.3) Un demente no puede. Un niño de cinco años, tampoco. ¿Y una de trece? (o doce, si tenemos en cuenta cuándo dice la BBC que tomó la decisión). No se trata aquí de hablar sobre si el niño se circuncida o no: estamos hablando de una elección vital. ¿Ya está la niña en condiciones de decir que no quiere trasplantarse? Obviamente, si la muchacha tuviera veintitantos tacos, ni hubiera salido en las noticias ni yo estaría aporreando el teclado habiendo dormido anoche cuatro horas.
Me permito hacer un juicio de valor, completamente personal: ¿qué tiene de especialmente desdichado el caso de esta niña? ¿Cuántos no habrán pasado por infiernos peores? Dice que está harta de tomar tantas medicaciones, mientras enseñan cajas de digoxina, Aldactone y Capoten: el tratamiento estándar de la insuficiencia cardíaca (seguro que muchos de vuestros padres o abuelos toman lo mismo). Y yo pienso: si esta niña tuviera que pincharse insulina todos los días, ¿qué diría? ¿Se tiraría por un puente, por lo desafortunada que es?
Sea como fuere, la decisión corresponde a sus padres. Son ellos quienes deben decidir si su hija se opera o no, si bien se recomienda que se tenga en cuenta la opinión del niño. Entramos aquí ya en la figura del «menor maduro», un concepto de fácil comprensión pero definición bastante etérea. Y seguimos en las mismas: parece que lo mejor sería que la niña fuera trasplantada (o, al menos, que se incluyera en una lista de candidatos), pero ésta se niega. ¿Le hacemos caso a ella o al sentido común?
Esta vez, afortunadamente el sentido común juega a nuestro favor: no se trata de ser éticos, sino de ser prácticos. Una cosa está clara: en el caso de un trasplante, si el paciente dice que no, es que no. ¿Por qué? Simplemente, porque el seguimiento del tratamiento inmunosupresor ha de ser a rajatabla, algo que es imposible lograr sin la cooperación del enfermo.
Ya hemos resuelto el caso. Pero no me he quedado a gusto. Porque, si no fuera por lo que acabo de decir, ¿creéis que se debería obligar a la niña a tratarse, habida cuenta su edad?
Y dicho esto, yo me voy a dormir, que mañana a las siete tocan diana. Que descansen. Ah, y no me olvido de las entradas pendientes (G-LOC, dilema ético del tren…).
Seguimos para bingo
Menudo diíta llevo… Eso me pasa por leer la prensa que no debo. En fin, ya me callo, que tengo que estudiar. Pero, antes de eso, por favor, ¿alguien me hace el favor de explicarles a estos caballeros la diferencia entre curar y encarnizarse? ¿Entre eutanasia y limitación del esfuerzo terapéutico? ¿Entre ser médico y un cabrón? Gracias.
Sobre el aborto
Había preparado esta entrada hoy por la tarde, mientras escribía esta otra. La dejé guardada para los momentos de sequía posteril, pero creo que este es el momento oportuno para publicarla. Así que aquí la tenéis.
Aunque no lo he manifestado nunca, creo que los que leáis habitualmente este blog os podréis imaginar mi postura respecto a ese tema. Pero, por si acaso, lo voy a explicar. Creo que la ley actual (una Ley Orgánica de 1985) es un tremendo coladero. Recordemos los tres supuestos en los que es legal el aborto:
- Violación (según artº 429 del Código Penal): en las doce primeras semanas.
- Malformaciones del feto: en las veintidós primeras semanas.
- Peligro para la vida / salud física / psíquica de la mujer: en cualquier momento.
Hecha la ley, hecha la trampa. Y como en España inventamos el género de la picaresca y a perros no nos gana nadie, pronto supimos cómo darle la vuelta a la tortilla. Lo que significa «violación» es algo tan obvio como el hecho en sí mismo. Las malformaciones del feto, casi que también (aunque sólo sepa verlas el ecografista). El peligro para la vida de la madre… bueno, no quisiera yo estar en puerta y que me llegara una embarazada con una eclampsia; ahí es la vida de la madre o nada. Sin embargo, eso de la salud psíquica… Es lo que decíamos de las «pseudociencias». ¿Qué implica esto? Que ese supuesto, el del mal psíquico, se transformó en el agujero al que recurren casi todos los casos (creo recordar que hablamos de más del 90% de los abortos).
Personalmente opino que es de cajón que, con el estado de conocimiento actual, no se puede hablar de ser humano, persona, o lo que sea, antes de la semana doce. Los argumentos que mantienen lo contrario recurren, en muchos casos, a la sensiblería. Pero no me parece que una amalgama de células, por mucha «potencialidad» que tenga, merezca ser llamada ser humano. Es falaz. Y también opino lo contrario: un feto de veinticuatro, treinta semanas, es un pequeño churumbel. Vale que todavía no sepa decir «papá» o «mamá», pero grosso modo está completamente formado, es demasiado parecido a ti o a mí para decir que no es una persona. Por consiguiente, creo que acabar con ese montón ordenado de células previa a la semana doce no tiene mayor repercusión moral que la extirpación de un tumor (así de duro y así de real). Y hacerlo en las fases finales del embarazo es un auténtico crimen (en el sentido literario de la palabra).
Y ahora volvemos al principio: la ley actual del aborto. Esa ley que permite acabar con la vida de un feto o embrión, en cualquier fase de la gestación, en base a dudosísimos criterios. Dije que era un coladero por dos razones: una, es que permite de facto efectuar un aborto voluntario en cualquier momento. Y otra es que, para que una mujer pueda abortar, tiene que recurrir a chanchullos. Si lo que queremos es permitir que una mujer pueda abortar libremente, ¿no sería mejor admitirlo sólo cuando eso no implica acabar con una vida humana y sin que la madre tenga que recurrir a argucias? ¿De forma libre, antes de la semana doce (o de la ocho, para estar más seguros)? Creo que en dos meses (o uno, si es distraída con las reglas) ha tenido tiempo de sobra para pensar qué es lo que quiere hacer. De hecho, la inmensa mayoría de los abortos en España ocurren antes de la semana ocho (y la práctica totalidad, ~90%, antes de la doce).
Perdonad el final abrupto, pero prometí que la publicaría tal cual estaba.
Selección natural y economía sanitaria
Aviso a navegantes: aquellos que terminéis de leer el texto posiblemente me comparéis con el Dr. Mengele. En ese caso, prometo que no aplicaré la ley de Godwin pero, por favor, dad argumentos. O, mejor, intentad refutar los míos, que será más útil para todos.
Introducción
Estoy disfrutando ahora de «Brave New World Revisited» (Nueva visita a Un Mundo Feliz), una serie de artículos escritos por Aldous Huxley, remedando un epílogo a su novela «Un mundo feliz». Abro un paréntesis para recomendaros que leáis los dos, si aún no lo habéis hecho. Respecto a la novela principal, no me voy a alargar exponiendo mi opinión: sólo diré que, a pesar de estar escrita allá por 1931, creo que proporciona una visión no demasiado descabellada de un futuro bastante próximo.
El caso es que, como decía, estoy leyendo «Brave New World Revisited». Comparto muchas de las cosas que dice Huxley, y eso que justo he terminado el primer capítulo; ya por 1958 era un visionario del desarrollo sostenible hablando sobre la superpoblación. No en vano, las protagonistas de la novela (recordemos: 1931) llevaban sus anticonceptivos en unos elegantes «cinturones maltusianos» (hijos de la LOGSE aunque intelectualmente inquietos: clicad aquí).
Acabo de terminar el primer capítulo. Llego al segundo: «Cantidad, calidad, moralidad». Y me encuentro con esta perla:
Hoy, gracias a la sanidad, la farmacología moderna y la conciencia social, la mayoría de los niños nacidos con defectos hereditarios alcanzan la madurez y multiplican a los de su clase.
Voy a tirarme flores: yo ya lo sabía. Desde el instituto intuía que la labor evolutiva de eliminar a los sujetos menos capacitados, antaño encomendada a la selección natural, es algo que nosotros venimos suprimiendo de un tiempo a esta parte. Hacemos todos los esfuerzos por permitir la supervivencia de los individuos con fallos y, lo que es más grave, aquellos con taras genéticas y, por tanto, transmisibles.
Coste sanitario
Sin embargo, no es sólo esto lo que me ha movido a escribir esta entrada. Ayer mismo le oí decir a un hematólogo que «el tratamiento de un hemofílico cuesta en torno a quince millones de pesetas anuales». Por muy hematólogo que fuese, la cifra se me hizo desorbitada; sin embargo, bastó una mirada al Medimecum y un par de cuentas para darme cuenta de que así era. Estamos hablando, grosso modo, de entre ocho y veinte millones de pesetas por año y persona (50-120.000 €), en función de la edad y la gravedad de la enfermedad, y suponiendo que jamás tenga una complicación (nada de hemorragias, nada de artrosis).
Pero no es necesario hablar de enfermedades tan raras, ni de cifras tan astronómicas. Pongamos un varón de 67 años que tiene un infarto en su casa, llama a la ambulancia y lo llevan al hospital. Le tratan, no tiene ninguna complicación, y se va de alta lo antes posible. Voy a hacer unas cuentas chapuceras, con datos reales: 300 € de la ambulancia. 4.000 € de la angioplastia para reabrirle el vaso, y 2.500 € del stent que le implantan para mantenerla abierta. Un día en la Unidad Coronaria y cinco más en planta suman 2.900 €. Las visitas médicas, analíticas y exploraciones son algo muy variable, pero pongamos unos 1.000 € más. La medicación que ha tomado en el hospital se la regalamos (aunque el primer día puede consumir unos 400 € en medicamentos, y el primer año de tratamiento son unos 930 €). Cuando este hombre vuelva a su hogar una semana más tarde, casi completamente repuesto, habrá gastado más de 1.750.000 pesetas (10.700 €).
¿Qué quiero decir con esto? Que no hace falta irse a enfermedades rarísimas como la hemofilia para que la cuenta de gasto sanitario suba como la espuma. Y tomemos ahora una instantánea de la situación. Todos nosotros hemos tenido la suerte de nacer en un país y en un momento donde la sanidad es pública y socialista: se le da lo que necesita a quien lo necesita cuando lo necesita. Si existe tratamiento, se aplica; sin escatimar. El derecho a la atención sanitaria es algo inalienable. Creo que todos estamos de acuerdo en esto, ¿no?
Sin embargo, la sanidad tiene un coste. ¿Quién lo hubiera dicho, verdad? Y, lo que es más grave, este coste es cada vez mayor. Da igual lo que se haga por intentar reducirlo, porque siempre aparecerán tratamientos mejores, más avanzados y más caros: la paradoja de Maxwell, creo que lo llaman. Quizá hable sobre esto otro día.
Y, por si fuera poco, el hecho de que los recursos están limitados implica que el acceso a los mismos es competitivo. No se puede tratar siempre, con todo, a todos los pacientes, sino que hay que seleccionar: cuando vas en una ambulancia y llegas a una catástrofe, el criterio de atención es «a lo que se mueva» (sí, tal cual). Por eso, optimizar el uso de recursos no es algo mercantilista. Es una cuestión de justicia social. El dinero se acaba, y tratar a un paciente supone no hacerlo con otro. Con la diferencia de que, si en uno empleo demasiados recursos, serán muchos los que se verán privados de ayuda. Tratar a un único hemofílico supone dejar morir a veinticinco personas en lo alto de un monte de donde sólo un helicóptero puede sacarlos, o que fallezcan otros tantos pacientes con una simple apendicitis.
Feedback positivo: más gasto implica más gasto
Muy bien: ya hemos fijado los puntos de partida. Ahora lanzo la bomba. Está claro que la sanidad es cara, y no hace falta ser economista para darse cuenta de que el modelo actual es insostenible. En ese contexto, ¿cómo se concibe dar un tratamiento, que además sólo es paliativo, para una enfermedad hereditaria y, por lo tanto, perpetuable?
Como decía al principio, antaño un hemofílico hubiera tenido muchas cartas para morirse joven: eso es lo que permitía que la enfermedad tuviese una prevalencia mínima, con muy pocos casos en la población. Selección natural, y esas cosas. No obstante, ahora tenemos los medios para pasarnos a Darwin por el forro y conseguir que sobrevivan. Y cuantos más enfermos sobreviven, más enfermos hay en la población.
En este punto es cuando teméis lo que voy a decir y me llamáis doctor Mengele. Pero antes dejadme continuar. El problema no es que haya más enfermos, sino que estos enfermos «crean» más enfermos, multiplicando los costes: cuanto más gasto en ellos, más tendré que desembolsar. Volviendo a los ejemplos que he puesto antes, no hay ningún problema en rescatar a un herido con un helicóptero, o en hacer una apendicectomía, o en tratar a un infartado, pues el tratamiento es curativo, basta con una intervención puntal. Por el contrario, el hemofílico necesitará un tratamiento vitalicio y, además, transmitirá su tara a su descendencia. El hecho de que el infartado o el apendicectomizado puedan vivir más años no hace que, a largo plazo, haya más infartos o apendicitis en la población. Pero si hablamos de enfermedades hereditarias, el aumento de la supervivencia provoca un aumento geométrico en la prevalencia (antes de que repliquéis: ya sé que estoy simplificando, pero es para no enrollarme).
¿Entonces?
Me preguntaréis: ¿y ahora qué hacemos? ¿Nos llevamos las manos a la cabeza y gritamos? ¿Votamos al PP para que privatice la sanidad?
No: es mucho más sencillo que eso. Apuesto chuletón contra hamburguesa a que algunos ya habéis visto la solución según iba hablando. El remedio se llama prevención sanitaria. Cada céntimo invertido con sensatez en prevención, es un céntimo que multiplica su valor, tanto en el sentido económico como de vidas salvadas y calidad de vida mejorada.
Así pues, prevenimos los infartos con campañas de fomento de la dieta saludable y, cuando ya ha ocurrido el infarto, prevenimos sus complicaciones con fármacos. Prevenimos las ETS con campañas de educación sexual. Prevenimos las complicaciones postoperatorias despertando al paciente en quirófano. Y miles de ejemplos más de medidas con una relación coste/beneficio muy satisfactoria.
Sin embargo, ¿cómo podemos prevenir una enfermedad genética? ¿Matando a todos los hemofílicos, para que no la transmitan, «muerto el perro, muerta la rabia»? Obviamente no: ¿qué falta tienen que expiar ellos con su vida? No, mala solución: una vez que están con nosotros, la sociedad tiene el deber moral de atenderlos. Pero repito: cuando ya están aquí. ¿Y si pudiésemos prevenir las enfermedades genéticas? Es decir: ¿y si pudiésemos evitar que apareciesen individuos con taras genéticas? Espera… ¡sí que podemos! ¡¡Selección embrionaria!!
Atención, no me malinterpretéis. No hablo de eugenesia, porque no estamos mejorando la especie humana: no se trata de hacer hijos más guapos, altos y rubios, sino de quitar las enfermedades y, en concreto, aquellas que suponen un especial gravamen para la comunidad. Es la misma diferencia que existe entre la eutanasia y la LET. ¿A que todos veis bien «dejar de curar», pero está mal «matar»? Pues esto es parecido: no consiste en «mejorar», sino en «quitar lo malo».
En fin, después de semejante tocho espero, como dice la canción, haber desordenado vuestra conciencia. Porque, lo mismo que todo el mundo entiende que las campañas de prevención sanitaria son un bien social e individual, también deberíamos entender que lo que propongo es una solución factible a un problema real. No obstante, no es la única: hay otra, pero es más de «ciencia ficción» (lo cual significa: «lo veremos antes de 20 años»). ¿Alguien adivina cuál? Un gallifante al que lo haga.
Han hablado sobre esta entrada…
Rinzewind en «Las penas del agente Smith»
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Libro de Notas
Caminando hacia la nada
Sedaciones, eutanasia y doble moral
Os voy a contar un par de historias. La primera es la de Mar, una niña de seis añitos. Es muy alegre, como la mayoría de los niños de esta edad, y le encanta peinarse trencitas en su melena rubia. Ahora sólo puede acariciar la de su Barbie: ella se quedó sin pelo al empezar con los ciclos de quimioterapia. Un osteosarcoma tiene la culpa.
Todo el mundo pensaba que la rodilla le dolía porque tenía «crecederas». O eso, o porque el entrenador de baloncesto era un poco exigente. Por eso el diagnóstico llegó en el estadio IV, cuando el tumor ya había metastatizado al pulmón derecho. La quimio no pudo sino retrasar ligeramente el peor de los resultados: el tumor ganó la batalla. Se cambiaron los citostáticos por analgésicos; el objetivo ya no era curar a Mar. Era evitar su dolor.
Un día, el residente de guardia estaba haciendo la ronda de noche cuando se dio cuenta de que el sondaje urinario de Mar no había recogido nada. Comprobó sueros, medicación, y fue a hablar con las enfermeras. Hacía varias horas que los riñones de Mar no producían orina. Eso, en este contexto, significa que por el riñón no fluye la suficiente sangre para producir orina. Por lo tanto, deducimos que los órganos tampoco están suficientemente irrigados: el fallo orgánico y la muerte son inminentes.
El residente explica la situación a la familia de la niña, y estos autorizan que se sede a la niña. Consulta los libros, y prescribe los fármacos indicados a las once de la noche: «Bueno, Mar, ahora te vamos a poner esto para que te duermas y puedas descansar bien, ¿vale?» El pitido del busca despierta al residente a las tres de la mañana: Mar ya duerme para siempre.
Esta era la primera historia. La segunda no acaba mejor, pero por lo menos es más corta. A diferencia de la anterior, esta historia habla de un familiar mío. Así que perdonad si soy parco en detalles, pero no quería meter el dedo en la llaga aún sangrante, preguntando cosas que, total, son secundarias.
Hablamos de Luisa. Ella tiene ochenta y dos años y los achaques de la edad: una diabetes por aquí, una artrosis por allá… Hace unos meses tuvo un leve infarto cerebral, un ACV. Estuvo unos días en el hospital y, cuando se repuso, pudo volver a su casa. En una semana volvió a tener otro ACV, mucho más extenso que el anterior. Ya no podía hablar, y a duras penas podía moverse en la cama. Durante el internamiento, un tercer ACV. Se intuía cómo iba a acabar la historia.
Su evolución se estancó: es lo que pasa con las neuronas, que cuando se mueren, no se recuperan. Así que decidieron trasladarla a una «Unidad de larga estancia», eufemismo que se da a las «Unidades de cuidados paliativos», que a su vez es un eufemismo de «Antesala de la muerte». Estaba claro que, en su situación, lo único que se podía hacer era esperar lo que habría de llegarle, más pronto que tarde.
La artrosis, unida a las complicaciones del encamamiento, le provocaba dolores. Al principio bastaba con Perfalgan (paracetamol). Después tuvieron que cambiar al Nolotil y, cuando este ya no podía nada, pasar a la Dolantina (un mórfico). Al final, el dolor y los gritos eran tales, que el médico pensó que sería conveniente sedarla; como comenté en su día, es nuestro deber aliviar el sufrimiento.
Así que le administraron a Luisa los fármacos oportunos para sumirla en un sueño profundo, un estado quiescente en el que los padecimientos no existen. Y su cuerpo resistió así ocho días. La mañana del noveno, falleció.
Después de todo esto, os preguntaréis qué os quiero decir. Pues, la verdad, no lo sé. Esta vez quiero compartir con vosotros una duda que me reconcome. Como ya sabéis, la sedación terminal es una práctica médica recogida en los códigos de ética. Por otra parte, creo que no hay nadie que vea con malos ojos la actuación médica en los dos casos anteriores (que, exceptuando algunos detalles, son casos reales).
Sin embargo, ¿podéis decirme alguno qué diferencia sólida hay entre estas dos sedaciones (como otras muchas) y la eutanasia? Y no me refiero a chorradas como «que al retirar los sedantes, la persona sí se despierta»: ya habéis visto que sé más o menos bien qué es la muerte. Lo que quiero decir es: ¿qué diferencia hay entre matar directamente a alguien y sedarlo, anulándolo como persona hasta que le llega la muerte? ¿Acaso ese sueño farmacológico no es un sólido anticipo de la muerte próxima e inevitable? O sea: ¿por qué nos parece bien que Mar o Luisa durmiesen profunda y permanentemente antes de morir, pero nos hubiera parecido rematadamente mal que el médico adelantase el desenlace?
Por eso el título de mi artículo. Vaya por delante que, personalmente, yo no quiero ser ningún mártir: no me gustaría morir retorciéndome entre los dolores de un cáncer de páncreas ni ver cómo me voy asfixiando poco a poco al ahogarme en el edema pulmonar de una insuficiencia cardíaca. Cuando llegue a cualquiera de esas situaciones (si no me he muerto antes en un accidente) agradeceré que una mano amiga me ayude a dar el último paso.
Dicho esto, volvamos al tema. Estamos hablando de enfermos terminales. Personas a las que les quedan horas, días de vida. Pero no de una vida plena que pueda ser disfrutada, sino de un dolor constante, que les impide ser conscientes de cualquier otra cosa que no sea el propio sufrimiento por el sufrimiento, carente de sentido. En esta situación, la Medicina emplea la sedación terminal: proporcionar una dosis de hipnóticos que dejen al paciente sumido en un profundo sueño. Un sueño del que sabemos que no se va a despertar, que acabará en su muerte. Pero nos parece reprobable practicar la eutanasia: matarle, en vez de sedarle. ¿Por qué? ¿Qué diferencia hay? A mí se me ocurren varias.
Es más cómodo para la familia: Luisa no había muerto, aunque a efectos prácticos lo estaba. Así, cuando llegue la de la guadaña, no nos impresionará en absoluto: total, ya estaba «dormida»…
Es más cómodo para el enfermo. No es lo mismo saber que te van a dormir para quitarte el dolor, que saber que vas a morir. ¿Os imagináis el vértigo de saber que esa inyección te va a quitar la vida?
Es más cómodo para el médico. He oído muchas veces la frase de «no podría cargar con una muerte en mis espaldas el resto de mi vida»; es mucho más fácil autojustificarse pensando «no, yo sólo le sedé».
Sin embargo, todo ello banaliza la muerte. Nos escudamos en formalismos para negar la realidad de los hechos. No matamos, sino que sedamos. La muerte pierde toda su fuerza: deja de ser el fin de la vida para transformarse, simplemente, en un paso más de la enfermedad.
Y mejor lo dejo aquí, que ya he divagado bastante. Como veis, esta vez no pretendo dar ninguna solución: tan sólo plantear preguntas. Que cada cual encuentre su respuesta.
Sedación: un deber moral
En cualquier caso, como no tengo ni puñetera idea del tema, mejor no digo nada al respecto. Tan sólo me limitaré a echar un vistazo al Código Deontológico: esos cuarenta y un artículos que no sólo dicen lo que un médico debe y no debe hacer, sino que su violación puede conllevar incluso la inhabilitación permanente del galeno.
Así que abro el Código, y caigo en el Capítulo VII: De la muerte. Vamos al artículo 27, y leo:
Artículo 27
- El médico tiene el deber de intentar la curación o mejoría del paciente siempre que sea posible. Y cuando ya no lo sea, permanece su obligación de aplicar las medidas adecuadas para conseguir el bienestar del enfermo, aún cuando de ello pudiera derivarse, a pesar de su correcto uso, un acortamiento de la vida. En tal caso, el médico debe informar a la persona mas allegada al paciente y, si lo estima apropiado, a éste mismo.
- El médico no deberá emprender o continuar acciones diagnósticas o terapéuticas sin esperanza, inútiles u obstinadas. Ha de tener en cuenta la voluntad explícita del paciente a rechazar el tratamiento para prolongar su vida y a morir con dignidad. Y cuando su estado no le permita tomar decisiones, el médico tendrá en consideración y valorará las indicaciones anteriores hechas por el paciente y la opinión de las personas vinculadas responsables.
- El médico nunca provocará intencionadamente la muerte de ningún paciente, ni siquiera en caso de petición expresa por parte de éste.
Así que, si a alguien le quedaban dudas sobre si era ético dormir a un paciente terminal para que no sufriese, ahí tiene la respuesta.
Y es que, como dijo un sabio hace mucho:
El médico debe intentar curar. Cuando no pueda, aliviar. Y, siempre, consolar.